Tierno relato erótico de Marietta Muunlaw

Fotografía de Oskar Ostnes
–Gilberto.
–Hum –apenas sale un sonido gutural de su garganta.
–¿Recuerdas aquellos años en los que nos amábamos cada día, en cada lugar, durante horas? –dice Pepa con la vista perdida en el horizonte sin dejar de hacer su labor. Ya apenas ve, pero da igual, tantos años haciendo punto le han dado la maestría suficiente para que sus dedos continúen ágiles, capaces de tejer sin cesar.
–¿Cómo no voy a recordarlo? –contesta él sin inmutarse, recostado en el sillón de mimbre, con las manos cruzadas en el regazo. También mira al horizonte como quien mira el destino alejarse.
–¿Recuerdas aquellas noches eternas de verano en las que nos dejábamos la piel el uno sobre el otro?
–Claro.
–Y ¿Cuándo hacíamos el amor como salvajes pero en silencio para que los niños no se despertaran?
Él asiente levemente con la cabeza y ella continúa.
–Tenía que morderme en el brazo para no gemir –sus dedos arrugados paran un instante y su mente se pierde en un ayer remoto y reconfortante–. ¿Y aquel verano en el que lo hicimos cada atardecer bajo las palmeras de la cala de La Juntilla?
–¡Oh! Ya lo creo –Gilberto sonríe de medio lado– te movías como una gatita.
–Eras tú, que me embestías como un toro bravo con ese percebe siempre duro que te colgaba de las piernas.
–Ya no es más que una larva arrugada y diminuta –dice él sin pena, como si hablara de otra persona.
–Que si Pepa déjame darte placer, Pepa ven que te voy a llenar de amor, Pepa te voy a hacer otro hijo, Pepa por arriba, Pepa por abajo…
–Pepa por delante, Pepa por detrás –al viejo le sale una carcajada desde muy hondo y ella sonríe para adentro por el atrevimiento de su esposo.
–¡Qué tiempos! ¡Qué energía teníamos!
–Olías tan bien… como las flores recién abiertas.
–Ahora ya solo huelo a vieja.
–Ahora ya no tengo olfato, Pepa.
–Aunque no lo tengas, huelo a vieja.
–Y yo a viejo.
–Me gusta tu olor de viejo. Me acompaña.

Fotografía de Jorge Brivilati
–Como mis ronquidos –dejan que el silencio les acune los pensamientos durante un largo rato. Él prefiere callar pero sabe que su mujer no lo hará, que continuará masticando un dulce ayer como si fuera de chicle.
–Me has dado mucho placer, Gilberto.
–Nos lo hemos dado mutuamente.
–Durante años.
–Durante toda una vida.
Pasa un gato por la acera de enfrente, su silueta negra se recorta sobre el mar y ambos se quedan mirándolo, prefieren esperar a que se marche el intruso no sea que les oiga la conversación íntima.
–No hablábamos mucho pero nos hacíamos el amor –le recrimina ella.
–Sabes que soy hombre de pocas palabras.
–Nunca me dijiste que me querías –baja las manos dejando la labor sobre sus rodillas y lo mira con sus ojos velados–. ¿Por qué nunca me lo has dicho?
–No era necesario.
–¿Crees que no?
–No.
–Sí que lo era.
–No te lo he dicho con la voz, Pepa, pero te lo he tatuado con mi lengua sobre tu lengua cada vez que retozábamos juntos.
–Eso es cierto –ella suspira–. Has sido una bestia parda en la cama, Gilberto.
–Porque tú has sido una pantera fogosa que nunca me ha dicho que no.
Vuelven cada uno a sus recuerdos y se enfangan en ellos con deleite durante un rato. Sus vistas clavadas en el horizonte, sus cuerpos reposados y tranquilos. Pero a ella, cuando le da por hablar no hay quien la pare:
–Envejecer juntos…. Es una frase muy manida que parece que suena bien, pero desde esta perspectiva de los años ya no suena tan bien.
–Peor suena envejecer separados –de nuevo otro silencio que Pepa no rompe porque sabe de sobra que su esposo seguirá hablando–. O envejecer solos.
–Sí, eso es cierto –suspira de nuevo.
–¿Sabes qué, Pepa?
–¿Qué, Gilberto?
–Con tanto recuerdo se me ha despertado el percebe.
Una risilla juguetona sacude a la anciana. Ríe tapándose la mano con la boca como hacía de joven cada vez que las cosquillas se le instalaban entre las piernas.

No tienen que mirarse, ni que preguntarse. Ella deja las agujas de hacer punto a un lado y él se levanta despacio. Agarrándola de la mano, marchan sin prisa a la habitación.
Se desvisten despacio, se tocan con caricias lánguidas, se besan la piel arrugada con mesura, se miran por dentro y se sonríen con ese amor infinito que se ha cocinado a fuego lento durante miles de días. Esa tarde se aman con parsimonia y pasión contenida. Es curioso descubrir cómo cuando tenían todo el tiempo del mundo les acuciaba la prisa y, ahora que apenas les queda vida, nada les apresura.
La pasión de Gilberto continúa dura y enhiesta y la introduce en su esposa con lentitud, no sea que se les dañen los huesos en la batalla de viejas sábanas. Hacen el amor durante una hora y media, con templanza pero sin pausa, hasta que el placer les demuestra que hoy se aman como jamás se han amado. Se miran de frente mientras escuchaban cómo se aplacaba el ritmo de sus corazones cansados, más acelerados de lo conveniente a su edad.
En los ojos diminutos y casi ciegos de Pepa titila una pregunta que sus labios no se atreven a preguntar.
–Que sí, Pepa, que te amo. Te he amado siempre.
FIN
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