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Relato by Marietta Muunlaw

Mi particular y humilde homenaje a Charles Bukowski y a su realismo sucio.

Retrato de Bukowski

Amalia era una puta que pasaba los cincuenta años y los noventa kilos. Menuda, oronda y algo marrana, ya apenas contaba con clientes y los que tenía le pagaban con botellas de whisky. Porque Amalia le daba a la bebida para que su mundo le fuera más confortable.

Aquella noche se había acabado la última gota de la última botella y creía que sería la última noche de su vida como no consiguiera bebida. Eran las dos de la madrugada y ya no había nada abierto y aunque lo hubiera, no le quedaba ni un duro.

Pintura de Lucian Freud

No estaba lo suficientemente borracha como para caer sobre el colchón y morir hasta el medio día y, lo que era peor, su mente aún era capaz de dictarle lo mal que le había ido en la vida. Se sentó frente al televisor y se engañó bebiendo vino barato de cartón, de ese que había quien no era capaz de usarlo ni para cocinar.

Llamaron a la puerta y, arrastrando los pies, fue a ver quien cojones era.

El del segundo b, un escritor borracho y drogadicto cuya vida iba aún peor que la suya.

–Mi querida Amalia, bella entre las bellas, vengo a comerte el coño –iba tan bebido que deformaba las últimas sílabas alargándolas.

–Lárgate Chinaski, ni en tus cuentos más guarros follabas hoy.

El escritor se había plantado frente a su puerta con una bata de invierno oscura, sucia y repleta de bolas; sin nada debajo. Era incapaz de mantenerse recto por la cantidad de alcohol que debía de correr por sus venas y se apoyaba en el quicio de la puerta para sostenerse. Venía descalzo y entre las abotonaduras de la bata sobresalía su endiablado percebe púrpura y palpitante pidiendo candela. Amalia lo miró de arriba abajo deteniendo sus ojos en aquel pollón que parecía avivarse con las borracheras. Pero aquella noche solo le apetecía beber, no follar, ni siquiera por caridad.

Ilustración de Andrés Casciani, inspirada en los escritos de Bukowski

–Venga, Amalia, sé que la has echado de menos –movió las caderas hacia los lados y la polla penduló triunfante, gorda, surcada por una vena negra a punto de reventar. Casi se cae al suelo, pero consiguió anclarse al marco de la puerta.

–No tengo el chocho para farolillos, Chinaski; vete de putas.

–Ni las putas me quieren, Amalia, eres la única princesa que me deja comerle el coño –como elemento triunfal sacó la otra mano que llevaba a la espalda y en la que llevaba una botella de whisky sin abrir, de las medio buenas. A Amalia se le abrieron mucho los ojos y un poco la entrepierna.

–Anda, pasa bribón, pero que conste que no me lavo el coño desde hace dos días y no voy a hacerlo ahora por ti.

–Bueno, yo no me lavo los dientes desde hace… ¿tres años? Puede que más… –sonrió enseñando una dentadura amarillenta y hedionda más digna de un cadáver que de un hombre vivo.

Amalia fue a la cocina y el invitado pudo contemplar la figura carnosa de su vecina embutida en un camisón de raso azul. Llevaba la redecilla de los rulos sobre la cabeza y sin saber porqué se le puso aún más dura. Ella se desplazaba por el pasillo arrastrando los pies y moviendo la grasa de su culo con pereza. Volvió con un par de vasos de duralex rayados donde sirvió el whisky caliente y ambos lo bebieron de un trago. Sirvió otros dos vasos que tragaron algo más despacio, sentados en los sofás hundidos y mugrientos, sin decirse nada.

Ilustración de Andrés Casciani inspirada en los escritos de Bukowski

Luego se fueron a la habitación y se tiraron a la cama deshecha de la que saltaron de mala gana un par de gatos romanos, tísicos y mugrientos . Chinaski le quitó las enormes bragas y le subió el camisón hasta el cuello. Le gustaban sus tetas inmensas y sebosas, aunque si hubiesen sido menudas le hubieran gustado igual. Mamó de ellas como si emanaran alcohol y después se bajó al coño. Tuvo que apartar con las manos la mata de pelo negro, fuerte y rizado que custodiaba aquel agujero del placer, pero, una vez encontrado, se deleitó en las mieles de Amalia, a la que, después de una rato, pareció empezar a gustarle. Cuanto más se mojaba la mujer más cachondo se ponía él, hasta que no pudo más y se la metió de golpe y hasta el fondo sin haberse quitado la bata. Pero por más larga y dura que la tuviese, el coño de Amalia era una cueva sin fin donde podía deleitarse el tiempo que quisiera y con la fuerza que quisiera.

Borrachos los dos, follaron como salvajes y se divirtieron como adolescentes. Entre orgasmo y orgasmo se servían más whisky hasta que cayeron, más ebrios que exhaustos, en un sueño pastoso y profundo.

Despertaron sobre las tres del medio día con truenos en la cabeza, la boca seca y la lengua de lija. Chinaski se puso la bata y se dispuso a marcharse.

–Anda borrachuzo –pidió quejosa Amalia– ponme otro vaso de whisky y méteme ese percebe endiablado que te cuelga entre las piernas una vez más, luego te largas y no vuelvas en tu puta vida.

Él sonrió, le sirvió un vaso que estaba en la mesilla y lo que quedaba en la botella se lo bebió a gallete y de un trago. Fue entrar en contacto el alcohol en su lengua y ponérsele más dura que un palo de escoba. Le abrió las piernas y acabó su tarea.

Sabía que estaba loca por él y que volvería a correrse entre sus carnes fláccidas las veces que quisiera. Solo tendría que llevar whisky.

 

Fotografía de Charles Bukowski

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¿Y qué tal si te erotizas con esto? Mucho sexo, ¿te atreves?:

Capricho de pelo rojo, de Marietta Muunlaw