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TRAS LA ESTELA DE EROS, RELATOS PARA PALPITAR.
27 martes Ene 2015
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TRAS LA ESTELA DE EROS, RELATOS PARA PALPITAR.
25 viernes Jul 2014
Posted Erótico, Erotismo, Relato erótico
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amor fugaz, cuento erótico, Erótico, erotismo, literatura erótica, relato erótico, sexo oral
Relato de RGiskard
Se aproximó al hombre con una lujuria contenida desde hacía tiempo. Era su primera vez y él se encontraba como había solicitado: atado y sin posibilidad de usar las manos, para que fuese ella la que pudiese tener el control en todo momento.
Pintura de Guillermo Lorca
Comenzó lamiendo su cuerpo, observando como él cerraba los ojos mientras su lengua le recorría despacio y la saliva iba dejando un reguero a medida que se aproximaba a la entrepierna del macho, que ya se encontraba caliente fruto del trabajo que sus extremidades realizaban al mismo tiempo.
Sintió un brote de satisfacción y orgullo, cuando él no pudo evitar emitir un gemido al sentir el miembro atrapado por su boca. Sabía que lo estaba haciendo bien, pese a que le habían dicho que la primera vez era difícil conseguirlo.
Guillermo Lorca
Comenzó una serie de movimientos envolventes con la lengua y los labios, destinados a incrementar el priapismo de su presa, al tiempo que, tal y como le habían explicado, jugueteaba con el ano del muchacho provocando en este una erección más firme e intensa.
Por fin, cuando se dio cuenta de que le faltaba poco para perder el control, se montó sobre él. De un certero golpe introdujo la polla en su interior y la aprisionó entre sus paredes, comenzando una danza circular que llenó la estancia de placer y vicio.
Él la miraba asombrado, y una lágrima comenzó a rodar por su mejilla, haciendo de contrapunto a los jadeos que emitía. Con la lengua lamió la gota antes de que resbalase fuera de la piel. El sabor salado la excitó aún más.
Susurró palabras de calma y placer, mientras comenzaba a rodear su cuello. Era un truco que no todas conocían, pero que como alumna aventajada había aprendido. La falta de oxígeno provocaría un aumento de la erección y, esperaba, una mayor descarga.
Sintió la pre eyaculación calentando su interior, y se movió con más intensidad pero menos control. Estaba cerca del momento y quería disfrutar por completo de las sensaciones de esa verga pétrea, poseyéndola de una manera que nunca hubiese imaginado; del vigor de la potencia viril; y de esa excitación que produce el sentirse completamente invadida.
Guillermo Lorca
Apretó más el cuello, centrándose en su nuca y buscando el cerebelo. La ausencia de aire en los pulmones hizo que su amante la penetrase con más intensidad y violencia. Sus caderas la golpeaban sin control y sentía sus testículos, repletos del preciado líquido, chocando contra ella.
Por fin el momento llegó. La eyaculación se desbordó y la lleno por completo. Había escogido bien para ser su primera vez. Aquel era un macho joven y su potencia había justificado la elección.
Observó su agitada respiración que se intercalaba sin parar con numerosas toses, y sin darle tiempo a reaccionar arrancó su cabeza y la devoró. Le habían dicho que el cerebro del ser humano era delicioso y pudo comprobar la certeza de la afirmación.
Pintura de Guillermo Lorca
Mientras volvía a la colmena no echó la vista atrás. Las proteínas del semen del hombre alimentarían los miles de huevos que criaba en su interior y que permitirían la conquista del resto del planeta en un breve espacio de tiempo.
A fin de cuentas ¿Para qué se conquista otro planeta si no es para aprovecharse de la materia prima que en él se haya?
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16 miércoles Jul 2014
Posted Amor de viejos, Cuento Erótico, Relato erótico
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amor, amor de viejos, amor eterno, romance, sexo y tercera edad
Tierno relato erótico de Marietta Muunlaw
Fotografía de Oskar Ostnes
–Gilberto.
–Hum –apenas sale un sonido gutural de su garganta.
–¿Recuerdas aquellos años en los que nos amábamos cada día, en cada lugar, durante horas? –dice Pepa con la vista perdida en el horizonte sin dejar de hacer su labor. Ya apenas ve, pero da igual, tantos años haciendo punto le han dado la maestría suficiente para que sus dedos continúen ágiles, capaces de tejer sin cesar.
–¿Cómo no voy a recordarlo? –contesta él sin inmutarse, recostado en el sillón de mimbre, con las manos cruzadas en el regazo. También mira al horizonte como quien mira el destino alejarse.
–¿Recuerdas aquellas noches eternas de verano en las que nos dejábamos la piel el uno sobre el otro?
–Claro.
–Y ¿Cuándo hacíamos el amor como salvajes pero en silencio para que los niños no se despertaran?
Él asiente levemente con la cabeza y ella continúa.
–Tenía que morderme en el brazo para no gemir –sus dedos arrugados paran un instante y su mente se pierde en un ayer remoto y reconfortante–. ¿Y aquel verano en el que lo hicimos cada atardecer bajo las palmeras de la cala de La Juntilla?
–¡Oh! Ya lo creo –Gilberto sonríe de medio lado– te movías como una gatita.
–Eras tú, que me embestías como un toro bravo con ese percebe siempre duro que te colgaba de las piernas.
–Ya no es más que una larva arrugada y diminuta –dice él sin pena, como si hablara de otra persona.
–Que si Pepa déjame darte placer, Pepa ven que te voy a llenar de amor, Pepa te voy a hacer otro hijo, Pepa por arriba, Pepa por abajo…
–Pepa por delante, Pepa por detrás –al viejo le sale una carcajada desde muy hondo y ella sonríe para adentro por el atrevimiento de su esposo.
–¡Qué tiempos! ¡Qué energía teníamos!
–Olías tan bien… como las flores recién abiertas.
–Ahora ya solo huelo a vieja.
–Ahora ya no tengo olfato, Pepa.
–Aunque no lo tengas, huelo a vieja.
–Y yo a viejo.
–Me gusta tu olor de viejo. Me acompaña.
Fotografía de Jorge Brivilati
–Como mis ronquidos –dejan que el silencio les acune los pensamientos durante un largo rato. Él prefiere callar pero sabe que su mujer no lo hará, que continuará masticando un dulce ayer como si fuera de chicle.
–Me has dado mucho placer, Gilberto.
–Nos lo hemos dado mutuamente.
–Durante años.
–Durante toda una vida.
Pasa un gato por la acera de enfrente, su silueta negra se recorta sobre el mar y ambos se quedan mirándolo, prefieren esperar a que se marche el intruso no sea que les oiga la conversación íntima.
–No hablábamos mucho pero nos hacíamos el amor –le recrimina ella.
–Sabes que soy hombre de pocas palabras.
–Nunca me dijiste que me querías –baja las manos dejando la labor sobre sus rodillas y lo mira con sus ojos velados–. ¿Por qué nunca me lo has dicho?
–No era necesario.
–¿Crees que no?
–No.
–Sí que lo era.
–No te lo he dicho con la voz, Pepa, pero te lo he tatuado con mi lengua sobre tu lengua cada vez que retozábamos juntos.
–Eso es cierto –ella suspira–. Has sido una bestia parda en la cama, Gilberto.
–Porque tú has sido una pantera fogosa que nunca me ha dicho que no.
Vuelven cada uno a sus recuerdos y se enfangan en ellos con deleite durante un rato. Sus vistas clavadas en el horizonte, sus cuerpos reposados y tranquilos. Pero a ella, cuando le da por hablar no hay quien la pare:
–Envejecer juntos…. Es una frase muy manida que parece que suena bien, pero desde esta perspectiva de los años ya no suena tan bien.
–Peor suena envejecer separados –de nuevo otro silencio que Pepa no rompe porque sabe de sobra que su esposo seguirá hablando–. O envejecer solos.
–Sí, eso es cierto –suspira de nuevo.
–¿Sabes qué, Pepa?
–¿Qué, Gilberto?
–Con tanto recuerdo se me ha despertado el percebe.
Una risilla juguetona sacude a la anciana. Ríe tapándose la mano con la boca como hacía de joven cada vez que las cosquillas se le instalaban entre las piernas.
No tienen que mirarse, ni que preguntarse. Ella deja las agujas de hacer punto a un lado y él se levanta despacio. Agarrándola de la mano, marchan sin prisa a la habitación.
Se desvisten despacio, se tocan con caricias lánguidas, se besan la piel arrugada con mesura, se miran por dentro y se sonríen con ese amor infinito que se ha cocinado a fuego lento durante miles de días. Esa tarde se aman con parsimonia y pasión contenida. Es curioso descubrir cómo cuando tenían todo el tiempo del mundo les acuciaba la prisa y, ahora que apenas les queda vida, nada les apresura.
La pasión de Gilberto continúa dura y enhiesta y la introduce en su esposa con lentitud, no sea que se les dañen los huesos en la batalla de viejas sábanas. Hacen el amor durante una hora y media, con templanza pero sin pausa, hasta que el placer les demuestra que hoy se aman como jamás se han amado. Se miran de frente mientras escuchaban cómo se aplacaba el ritmo de sus corazones cansados, más acelerados de lo conveniente a su edad.
En los ojos diminutos y casi ciegos de Pepa titila una pregunta que sus labios no se atreven a preguntar.
–Que sí, Pepa, que te amo. Te he amado siempre.
FIN
Si te ha gustado este cuento, puede que te guste TRAS LA ESTELA DE EROS.
04 viernes Jul 2014
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amor sucio, cuento erótico, Erótico, erotismo, literatura erótica, pornografía literaria, Realismo sucio, relato erótico
Relato by Marietta Muunlaw
Mi particular y humilde homenaje a Charles Bukowski y a su realismo sucio.
Retrato de Bukowski
Amalia era una puta que pasaba los cincuenta años y los noventa kilos. Menuda, oronda y algo marrana, ya apenas contaba con clientes y los que tenía le pagaban con botellas de whisky. Porque Amalia le daba a la bebida para que su mundo le fuera más confortable.
Aquella noche se había acabado la última gota de la última botella y creía que sería la última noche de su vida como no consiguiera bebida. Eran las dos de la madrugada y ya no había nada abierto y aunque lo hubiera, no le quedaba ni un duro.
Pintura de Lucian Freud
No estaba lo suficientemente borracha como para caer sobre el colchón y morir hasta el medio día y, lo que era peor, su mente aún era capaz de dictarle lo mal que le había ido en la vida. Se sentó frente al televisor y se engañó bebiendo vino barato de cartón, de ese que había quien no era capaz de usarlo ni para cocinar.
Llamaron a la puerta y, arrastrando los pies, fue a ver quien cojones era.
El del segundo b, un escritor borracho y drogadicto cuya vida iba aún peor que la suya.
–Mi querida Amalia, bella entre las bellas, vengo a comerte el coño –iba tan bebido que deformaba las últimas sílabas alargándolas.
–Lárgate Chinaski, ni en tus cuentos más guarros follabas hoy.
El escritor se había plantado frente a su puerta con una bata de invierno oscura, sucia y repleta de bolas; sin nada debajo. Era incapaz de mantenerse recto por la cantidad de alcohol que debía de correr por sus venas y se apoyaba en el quicio de la puerta para sostenerse. Venía descalzo y entre las abotonaduras de la bata sobresalía su endiablado percebe púrpura y palpitante pidiendo candela. Amalia lo miró de arriba abajo deteniendo sus ojos en aquel pollón que parecía avivarse con las borracheras. Pero aquella noche solo le apetecía beber, no follar, ni siquiera por caridad.
Ilustración de Andrés Casciani, inspirada en los escritos de Bukowski
–Venga, Amalia, sé que la has echado de menos –movió las caderas hacia los lados y la polla penduló triunfante, gorda, surcada por una vena negra a punto de reventar. Casi se cae al suelo, pero consiguió anclarse al marco de la puerta.
–No tengo el chocho para farolillos, Chinaski; vete de putas.
–Ni las putas me quieren, Amalia, eres la única princesa que me deja comerle el coño –como elemento triunfal sacó la otra mano que llevaba a la espalda y en la que llevaba una botella de whisky sin abrir, de las medio buenas. A Amalia se le abrieron mucho los ojos y un poco la entrepierna.
–Anda, pasa bribón, pero que conste que no me lavo el coño desde hace dos días y no voy a hacerlo ahora por ti.
–Bueno, yo no me lavo los dientes desde hace… ¿tres años? Puede que más… –sonrió enseñando una dentadura amarillenta y hedionda más digna de un cadáver que de un hombre vivo.
Amalia fue a la cocina y el invitado pudo contemplar la figura carnosa de su vecina embutida en un camisón de raso azul. Llevaba la redecilla de los rulos sobre la cabeza y sin saber porqué se le puso aún más dura. Ella se desplazaba por el pasillo arrastrando los pies y moviendo la grasa de su culo con pereza. Volvió con un par de vasos de duralex rayados donde sirvió el whisky caliente y ambos lo bebieron de un trago. Sirvió otros dos vasos que tragaron algo más despacio, sentados en los sofás hundidos y mugrientos, sin decirse nada.
Ilustración de Andrés Casciani inspirada en los escritos de Bukowski
Luego se fueron a la habitación y se tiraron a la cama deshecha de la que saltaron de mala gana un par de gatos romanos, tísicos y mugrientos . Chinaski le quitó las enormes bragas y le subió el camisón hasta el cuello. Le gustaban sus tetas inmensas y sebosas, aunque si hubiesen sido menudas le hubieran gustado igual. Mamó de ellas como si emanaran alcohol y después se bajó al coño. Tuvo que apartar con las manos la mata de pelo negro, fuerte y rizado que custodiaba aquel agujero del placer, pero, una vez encontrado, se deleitó en las mieles de Amalia, a la que, después de una rato, pareció empezar a gustarle. Cuanto más se mojaba la mujer más cachondo se ponía él, hasta que no pudo más y se la metió de golpe y hasta el fondo sin haberse quitado la bata. Pero por más larga y dura que la tuviese, el coño de Amalia era una cueva sin fin donde podía deleitarse el tiempo que quisiera y con la fuerza que quisiera.
Borrachos los dos, follaron como salvajes y se divirtieron como adolescentes. Entre orgasmo y orgasmo se servían más whisky hasta que cayeron, más ebrios que exhaustos, en un sueño pastoso y profundo.
Despertaron sobre las tres del medio día con truenos en la cabeza, la boca seca y la lengua de lija. Chinaski se puso la bata y se dispuso a marcharse.
–Anda borrachuzo –pidió quejosa Amalia– ponme otro vaso de whisky y méteme ese percebe endiablado que te cuelga entre las piernas una vez más, luego te largas y no vuelvas en tu puta vida.
Él sonrió, le sirvió un vaso que estaba en la mesilla y lo que quedaba en la botella se lo bebió a gallete y de un trago. Fue entrar en contacto el alcohol en su lengua y ponérsele más dura que un palo de escoba. Le abrió las piernas y acabó su tarea.
Sabía que estaba loca por él y que volvería a correrse entre sus carnes fláccidas las veces que quisiera. Solo tendría que llevar whisky.
Fotografía de Charles Bukowski
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¿Y qué tal si te erotizas con esto? Mucho sexo, ¿te atreves?:
02 viernes May 2014
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amor fugaz, cuento erótico, Erótico, erotismo, literatura erótica, relato erótico, sexo en playa, sexo mar
Relato erótico by Marietta Muunlaw
Pintura by Antonio Callau
Llevaba todo el verano cruzándome con ella. Cuando yo iba, ella volvía. Siempre era así. Daba igual a qué hora saliera; retrasara o adelantara el reloj me la cruzaba de frente.
Me gustaba correr, lo hacía por diversos motivos, el primero porque quemaba esa energía interna que bullía en mi interior y de la cual debía desprenderme al acabar el día si no quería que me burbujeara por dentro toda la noche; el segundo porque me relajaba y me hacía sentir bien, física y mentalmente; y el tercero por mera estética. Gracias a que salía a correr a diario tenía el cuerpo musculado y perfecto que tantos buenos ratos me había hecho disfrutar de la compañía femenina.
Tenía la inmensa suerte de vivir en una costa aún sin urbanizar del todo, a través de la cual discurría un camino de tierra, paralelo al mar, ideal para correr durante seis kilómetros rodeado de palmeras y playas vírgenes.
Ella también disfrutaba corriendo, se le notaba en la cara de concentración que ponía cada vez que me la cruzaba. La veía desde lejos, una figura esbelta de piernas largas y carne prieta, coronada con una cola de caballo rubia. Aunque lo había intentado, nunca podía evitar quedarme mirando el bamboleo rítmico e insinuante de sus grandes pechos, como bolsas de agua compactadas bajo un sujetador de deporte de los fuertes – pensé la primera vez. Solo cuando estábamos a menos de tres metros de distancia la miraba a los ojos, que eran del mismo color azul que la bahía al amanecer. Ella me devolvía esa mirada fugazmente, como un regalo, y yo siempre, siempre, me quedaba enganchado a ella.
Vestía mallas negras y cada día una camiseta de algún color llamativo: verde, azul, amarillo o naranja. Era demasiado guapa para soñar siquiera con ella, una diosa sudada que desbordaba erotismo y sensualidad a cada zancada que daban sus delicados pies. Desde lejos parecía como si se desplazase flotando, como si sus zapatillas de deporte no llegaran a tocar realmente el suelo de arena roja.
Durante el verano era normal encontrarse a diario con varias personas haciendo footing por esa zona, pero aquel día era ya mediados de septiembre y los únicos veraneantes que quedaban eran los de la tercera edad y ellos no solían llegar tan lejos caminando.
En mi intento de superación personal había estado forzando demasiado a mi cuerpo y esa tarde me dio una pájara. No pude seguir y tuve que parar. Sabía que me enfriaría si me sentaba pero la tarde llegaba al ocaso y el mar se lucía tranquilo y naranja. No pude evitar sentarme en la playa, apoyado en el tronco de una palmera de dimensiones escalofriantes, descalzarme e introducir los pies y las manos en la arena aún tibia. Miré al horizonte extasiado, respiré la suave brisa que ya traía un ligero matiz oloroso a otoño cálido y escuché con deleite las olas apagadas que lamían perezosas la arena amarilla de la playa.
La luz se fue apagando y yo seguía sin ánimo de levantarme, suspendido entre tanta belleza. No sabía que lo mejor de aquel día, que ya moría, estaba a punto de suceder.
A apenas unos diez metros llegó ella, se descalzó y, después de unos breves estiramientos y unas respiraciones profundas cara al mar, comenzó a desprenderse con lentitud casi mística de la ropa que la cubría. Sus movimientos eran concatenados y fluidos, como si para algo tan cotidiano como desnudarse estuviera realizando una hermosa danza ritual; era su forma natural de moverse por el mundo.
No pondría una mano en el fuego pero estoy casi seguro de que no me había visto, no en ese momento.
Se aproximó despacio a la orilla, totalmente desnuda y, sin detenerse ni un instante a comprobar si el agua estaba fría, introdujo su cuerpo de deidad mística en un Mediterráneo encantado de engullir a semejante beldad. Nadó con brazadas lentas y cuando se zambulló, su culito apretado y perfecto se fundió por unos instantes con los últimos rayos de sol sobre el horizonte.
Me levanté rápido ante lo que creí que era una alucinación, recriminándome a mí mismo el disfrute que me provocaba aquella mágica visión y dispuesto a largarme para no verme envuelto en la agonía de seguir mirando lo que no podía tocar.
Fue cuando creo que me vio realmente, clavó sus ojos azules, refulgentes, en mí y yo me quedé de piedra. Del agua sobresalía tan solo su cabeza, sus hombros y unos pechos flotantes como boyas, cuyos pezones endurecidos también me miraban fijamente.
Cierto que no escuché voz alguna, pero sus ojos me ordenaron un VEN escueto que no admitía un no por respuesta, justo antes de desaparecer bajo la superficie. Jugueteó bajo el agua como los delfines hacen en las playas solitarias en invierno, saliendo y entrando del agua con pequeñas cabriolas de ángulos curvos. Sin duda me incitó a sumergirme en su juego y no fue difícil convencerme dado mi interés por sumergirme yo en ella.
Me desprendí con torpeza de mi ropa deportiva y entré en el agua fresca con mi cuerpo hirviendo pero ella no estaba. La busqué con la mirada pero el mar la había engullido. Iba a sumergirme para buscarla temiéndome lo peor cuando unos brazos delgados rodearon desde atrás mi torso en un abrazo firme. Pegó a mi espalda sus maravillosos pechos que se aplastaron contra mi musculatura mientras que sus pezones duros se me clavaban insinuantes en la piel. Sus piernas también me rodearon la cintura y entre mis nalgas sentí el calor chispeante de su intimidad más fogosa. Me mordió el hombro sin piedad y sin permiso manoseo mis pectorales y abdominales, duros como todo mi ser en aquel momento.
Hincó sus uñas en mi carne y sus dientes mordieron mi cuello hasta el punto que creí que me haría sangrar. Yo quería tocarla pero se había agarrado a mi con la fuerza de un parásito que me inoculaba un deseo irrefrenable de ella.
Me lamió la oreja con intensidad y puede escuchar en mi oído interno sus jadeos de animal fogoso…
…
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12 sábado Abr 2014
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Erótico, erotismo, lectura erótica, literatura erótica, poesía erótica
Poesía erótica ganadora (3º) del primer encuentro de Poesía erótica #Poerotic.
«Entera te quiero» by @KiriosLine_
Entera te quiero, Musa,
cama transmutada
silueta,
almohada,
orillas bordadas
riberas ardientes
carne en llamas
boca, escafandra,
brazos con alas.
Musa, te quiero entera
porque eres mi cielo
y yo soy tu Poeta.
Te quiero entera
arco, saeta
tifón, mar, viento,
a veces infierno,
comezón, ardor
fuego,
llama, pasión;
tu Poeta soy yo,
me quemas entero.
Por eso te quiero, Musa,
te quiero entera;
entera te quiero,
escaramuza, celos
verbo, adverbio, letra,
pantaleta, silencio,
humedad, pelos,
sudor, olor, color
de trufa, Musa,
trofeo
para un Poeta
que te quiere entera
y a quien tú quieres entero.
Toda la información sobre el I Encuentro de Poesía erótica #Poerotic, organizado por Alix Pantelix
30 domingo Mar 2014
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amor fugaz, cuento erótico, Erótico, erotismo, lectura erótica, literatura erótica, onanismo, relato erótico, romance
La sensual Janet Leigh en Sed de mal (Orson Welles, 1958).
Sonó el teléfono y, aunque estaba acostumbrada a llamadas de todo tipo, aquel día era tarde y me cogiste con la guardia baja. No te conocía, jamás había hablado contigo ni tan siquiera sabía tu nombre.
Pero la magia de tu voz me rodeó como halo de sensualidad difuminada y yo me quedé dentro, esperando deshacerme en aquella penumbra que me hizo temblar. Tu voz era profunda y ardiente; era, grave, sonora… cálida y embriagadora; penetrante como el rugir de trueno lejano, que se escucha bajo el confort de las mantas en una noche de tormenta.
No supe muy bien qué decir, solo sabía que no quería que dejaras de susurrarme al oído, de acariciarme la oreja con tu aliento húmedo, de meterte dentro de mi por el conducto auditivo. Continuaste hablando. No te entendía, solo escuchaba el torrente de agua tibia que salía de tu garganta como oleaje sereno. Seguías diciéndome algo, ¿qué más daba mientras continuara el hechizo?, mis sentidos estaban atentos a todas las sensaciones físicas que me causaba tu conversación insaciable.
Sin ser muy consciente de ello, una de mis manos se deslizó bajo la falda y…
…
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21 viernes Mar 2014
Posted Literatura erótica, Relato erótico
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amor, Erótico, erotismo, lectura erótica, literatura erótica, pornografía literaria, relato erótico
Relato de Erica Jade
Medio desnuda. Sólo mi quimono corto de seda, el que tanto me gusta llevar en casa, y un pequeño tanga me cubren. Satisfecha. Saciada. Con una sonrisa de oreja a oreja porque aún le tengo en casa, y aunque cansado, sé que todavía está listo para algo más de este juego delicioso al que hemos estado jugando las últimas cuatro horas. Ha llegado después de semanas sin vernos con su misma actitud de siempre, pagado de sí mismo y con esa media sonrisa con la que parece estar guardando un secreto, algo que sólo él decide cuándo mostrar. Siempre me recuerda a un niño juguetón y codicioso que guarda su chocolatina favorita para decidir quién se merece compartirla.
Lo he dejado en la cama ronroneando, sin querer levantarse, perezoso, estirándose como un gato, y yo he puesto música tranquila que me resulta muy sensual y con la que a cada suave movimiento de mi cuerpo la seda me acaricia. Estoy preparando un batido de frutas que nos reponga del esfuerzo, pero mis sentidos están tan alerta que me olvido de lo que escucho sintiendo resbalar el zumo de los kiwis que tengo en las manos. Empiezo a cortar en pedacitos, despacio, para alargar la sensación del líquido resbalando entre mis dedos. Noto sus brazos alrededor de mi cintura y por encima de mi hombro le siento mirar lo que hago, cómo juego tocando la fruta y los regueros del zumo se deslizan bañando mi mano con riachuelos verdes.
El sentirlo pegado a mí me llena de nuevo de esas emociones de las que mi cuerpo sigue bebiendo y disfrutando. La espera fue tan larga que la vibración corporal no termina de decrecer, se mantiene a un nivel que no somos capaces de disimular. Siento sus manos en mis caderas y su boca en mi cuello, intentando imitar con la lengua el efecto del zumo de la fruta en mis manos. Mi respiración se altera y siento mi boca abrirse, casi pidiendo en voz alta mientras cojo la sandía que tengo preparada. El zumo es rojo ahora, noto el líquido entre mis dedos, de nuevo, a la que vez que siento los suyos aflojando un poco el lazo y abriendo lo único que me cubre. Sus brazos me rodean de nuevo, pero esta vez cada una de sus manos se aventura hasta uno de mis pechos. Se posan, acarician, masajean, pellizcan y por un momento dejo mi tarea, me dejo caer sobre él apenas lo suficiente para volver a concentrarme en sentirle.
Se pega a mí y me giro buscando su boca. Vuelve a regalarme sus besos mordisqueando los labios y jugando un poco con su lengua. Aprovecho que está zalamero para jugar un poco con la fruta que tengo en las manos y meto un trocito de sandía entre nuestros labios. Los dos mordemos, hasta chupamos un poco intentando evitar el desperdicio del zumo pero no es posible y la risa se mezcla con las lenguas y la sandía. Me gira del todo y decide disfrutar del trozo de fruta que aún sostengo, aunque no sabría decir si en ese instante le gusta más la fruta o mi mano pues va lamiendo mis dedos, sujetándolos, mientras va deshaciendo la fruta en su boca y su lengua se encarga de limpiarme despacito, saboreando cada pequeña parcela de piel. Me ha buscado la mirada, esa mirada que me suele hipnotizar, con la que siempre consigue ponerme algo nerviosa, y que me reta esta vez.
16 domingo Mar 2014
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Siempre me ha gustado el traqueteo del tren. Ese movimiento rítmico que se mete en el cuerpo y te acuna desde dentro. Me encanta apoyar la cabeza en la ventana y ver el mundo pasar, como si fuera el resto lo que se mueve, mientras tú permaneces inmóvil. Cuando viajo – especialmente en tren – mi mente también se desplaza para mostrarme nuevas historias que escribir.
Ese día se me mostró una muy clara y, por supuesto, me mojé. Había visto a un muchacho, bastante más joven que yo, esperando frente a mi a que llegara el tren. Era alto y fuerte, tenía pinta de deportista de gimnasio. Vestía de gris, ropas cómodas de algodón, y escuchaba música. Me miraba de reojo. Yo leía haciendo caso omiso, pero su boca de princesa de cuento, sonrosada, brillante y ávida, me llamó la atención.
Lo desnudé con la imaginación y pensé en lo mucho que podría enseñarle a ese yogurin, potente y sediento de sexo, las delicias que había aprendido en mis viajes exóticos. Puedo oler la testosterona a kilómetros y ese chico la destilaba.
Allí, apoyada en la ventana del vagón cuatro, mi mente volvió a su cuerpo, a desnudarlo con parsimonia, a recorrer con mis manos blancas la musculatura de su espalda; con mi lengua su oreja; con mis labios su príapo duro como madera joven. Mi imaginación se quedó allí, arrodillada frente a él, agarrando con las uñas su trasero y apretándolo como masa compacta, atrayendo hacia la profundidad de mi boca su carne endurecida. Succioné con fuerza, él se dejaba hacer – faltaría más, era mi ensoñación, – y se lamía los labios mientras sus ojos se cerraban mostrándome un gesto de placer absoluto.
Cuando noté que me estallaría paré, pretendía torturarlo, dejarle indefenso ante el placer inminente que no llegaría, no en ese momento. Pero no soy tan mala. Lo senté de un empujón en el asiento del tren. Me subí la falda hasta la las caderas y me desprendí del tanga negro, apenas una tira de tela y caro encaje.
Me senté sobre él dándole la espalda. Él introdujo sus manos grandes, de dedos gruesos bajo mi blusa y me acarició los pechos abundantes y pesados. Me pellizcó los pezones mientras restregaba mis pétalos húmedos contra la longitud de su tallo sin tenerlo aún dentro.
Sus manos abandonaron el escote y marcharon a la cintura, en la que se agarraron fuerte para elevarme como si no pesara nada. Con gran maestría me volvió a bajar sobre sí, encajando a la perfección su erección con mi hueco de los deseos. Me dejó caer y la gravedad hizo el resto. Un frenesí loco se apoderó de mí, que empecé a saltar sin mesura ni prudencia, sobre su órgano más potente. Gemíamos y de su boca emanaba un resuello cálido que me acariciaba el cuello cada vez que la penetración llegaba a su punto álgido.
Yo saltaba como poseída contra él y…
…
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07 viernes Mar 2014
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Relato de @rgiskard1
Es de noche. Hace rato que la luz del sol nos abandonó y fue sustituida por esa oscuridad de la que somos cómplices, tan solo rota por el centelleo de unas velas que reflejan las sombras de tu figura, danzando en la pared de la habitación.
Hace un momento que dejaste deslizar tus ropas por tu cuerpo, cadenciosamente. Sin aspavientos. Te deleitabas mirando la lujuria reflejada en mis ojos, creciente a medida que desaparecía la tela que te cubría.
“Mira y no te muevas”.- me habías dicho. Y yo, obediente, permanecía inmóvil, notando cómo la excitación se iba apoderando de mi por momentos.
«De carne y sexo» pintura del chileno Christian Zamora Rojas
Te acercas despacio y te sientas sobre mis piernas. La tela del pantalón no impide que note tu incipiente humedad, y disimula de mala manera la erección que oculta. Cruzas los brazos alrededor de mi cuello y me susurras al oído “No me toques todavía”. Comienzas a besarme. Con besos cortos al principio. Besos livianos, casi frágiles, que me permiten degustar el sabor y el tacto de tus labios.
Mis manos permanecen estáticas, pero en estado de excitación. Tus pechos se pegan a los míos, permitiéndome gozar de su consistencia y tacto.
Los besos han traspasado la barrera de las bocas, y nuestras lenguas se enredan y desenredan en un bucle, alternándose con pequeños mordiscos y aprisionamiento de labios.
Haces resbalar tus brazos, hasta alcanzar mis manos y las llevas hacia tus nalgas. Las aprietas por encima y respondo agarrando tu culo.
Arqueas la cabeza, al tiempo que te aproximas más a mi, notando la verga que esconde el pantalón. Te mueves ligeramente a su alrededor, cuando mi boca se apodera de tu cuello y lo besa con lascivia y pasión.
Sujetas mi cabeza mientras vuelves a besar mi boca. Mis manos ascienden por tu cintura, con los pulgares hacia dentro, hasta llegar a la altura de tus senos. Juego a la vez con ellos y con tu espalda, gozando de la tersura de tu piel. Tus pezones se han endurecido al contacto con la yema del dedo, que los presiona y mueve en círculos.
Comienzas a desabrocharme la camisa. Tienes paciencia y te lo tomas con calma, dejando resbalar tus dedos por el vello corporal. Retiras la tela parcialmente, aprisionándome los brazos y limitando mis movimientos. Mis manos se sienten huérfanas de ti cuando desplazas tu lengua por mi cuello. Quisiera atraerte y abrazarte fuerte, pero no puedo si no ansiarte y gemir, hasta que, finalmente, me liberas de esa prisión, quintándome toda la camisa.
Te atrapo y vuelvo a besarte. Con una mano sujeto tu nuca. Con la otra acaricio, estrujo y aprisiono tu trasero. Notas mis dedos, buscando todo tipo de contacto. Moviéndose indistintamente por las nalgas, la espalda y los muslos.
Te desligas de mi beso, y buscas el cierre del pantalón. Bajas la cremallera y liberas mi falo, envolviéndolo con tus manos, que inician un suave movimiento longitudinal y ascendente.
Nos incorporamos y, como puedo, termino de desnudarme. Alejo tus manos del miembro y me arrodillo, dejando tu sexo sin protección frente a mi.
Comienzo a besar el pubis. Mis manos se pierden a tu espalda, atrayéndote. Mis primeros besos te hacen dar un respingo y separas tus piernas, permitiéndome avanzar. Mi lengua se desliza con gula, buscando tu clítoris, y paladeando el sabor de tu excitación.
Dejas la timidez a un lado y apoyas una pierna en la silla, dándome pleno acceso. Tus dedos se enroscan en mi pelo, masajeándolo y apretándome.
Juego con todo. Mis labios y mi lengua no dejan rincón sin explorar, a la vez que mis manos te magrean a discreción.
Se te acelera el pulso. Aumentan los gemidos. Tus caderas se mueven al ritmo que marca mi boca y tus manos aprisionan mi cabeza, hasta que finalmente explotas en un orgasmo embriagador. El olor de la cera de las velas, se mezcla con el aroma de tu placer.
Te recojo en brazos, y te tumbo sobre la cama, con las piernas sobresaliendo del colchón y alrededor de las mías. Te como con la vista, mientras permanezco de pie mostrándote toda mi masculinidad. “Follame” – me dices mientras tu mirada me reta.
Entro en tu interior sin resistencia, y comienzo a moverme con ansia. Te deseo tanto y me he calentado hasta tal punto, que la pasión es irracional. Una de mis manos se dedica a tus senos. La otra eleva una pierna, incrementando la superficie de contacto, mientras mi pelvis se balancea acercándome y alejándome una y otra vez.
Aprietas tu interior, y noto como mi placer va en aumento. “Para”.- gimo.- “Aún no”, pero tú no haces caso de mis súplicas y te enroscas, y aprietas y me ofreces la boca, incorporándote, hasta que no aguanto más y me derramo en tu interior.
Permanecemos así, segundos que parecen horas y minutos que son años. Todavía dentro tuya, rodamos y quedamos en paralelo, disfrutando de los últimos estertores fálicos.
Nos besamos y nos acariciamos con ternura. Durante un largo rato el único lenguaje que se escucha es el de nuestros ojos. Y el silencio solo se rompe cuando una voz dice “¿Repetimos?”
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