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TRAS LA ESTELA DE EROS, RELATOS PARA PALPITAR.
27 martes Ene 2015
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TRAS LA ESTELA DE EROS, RELATOS PARA PALPITAR.
16 miércoles Jul 2014
Posted Amor de viejos, Cuento Erótico, Relato erótico
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amor, amor de viejos, amor eterno, romance, sexo y tercera edad
Tierno relato erótico de Marietta Muunlaw
Fotografía de Oskar Ostnes
–Gilberto.
–Hum –apenas sale un sonido gutural de su garganta.
–¿Recuerdas aquellos años en los que nos amábamos cada día, en cada lugar, durante horas? –dice Pepa con la vista perdida en el horizonte sin dejar de hacer su labor. Ya apenas ve, pero da igual, tantos años haciendo punto le han dado la maestría suficiente para que sus dedos continúen ágiles, capaces de tejer sin cesar.
–¿Cómo no voy a recordarlo? –contesta él sin inmutarse, recostado en el sillón de mimbre, con las manos cruzadas en el regazo. También mira al horizonte como quien mira el destino alejarse.
–¿Recuerdas aquellas noches eternas de verano en las que nos dejábamos la piel el uno sobre el otro?
–Claro.
–Y ¿Cuándo hacíamos el amor como salvajes pero en silencio para que los niños no se despertaran?
Él asiente levemente con la cabeza y ella continúa.
–Tenía que morderme en el brazo para no gemir –sus dedos arrugados paran un instante y su mente se pierde en un ayer remoto y reconfortante–. ¿Y aquel verano en el que lo hicimos cada atardecer bajo las palmeras de la cala de La Juntilla?
–¡Oh! Ya lo creo –Gilberto sonríe de medio lado– te movías como una gatita.
–Eras tú, que me embestías como un toro bravo con ese percebe siempre duro que te colgaba de las piernas.
–Ya no es más que una larva arrugada y diminuta –dice él sin pena, como si hablara de otra persona.
–Que si Pepa déjame darte placer, Pepa ven que te voy a llenar de amor, Pepa te voy a hacer otro hijo, Pepa por arriba, Pepa por abajo…
–Pepa por delante, Pepa por detrás –al viejo le sale una carcajada desde muy hondo y ella sonríe para adentro por el atrevimiento de su esposo.
–¡Qué tiempos! ¡Qué energía teníamos!
–Olías tan bien… como las flores recién abiertas.
–Ahora ya solo huelo a vieja.
–Ahora ya no tengo olfato, Pepa.
–Aunque no lo tengas, huelo a vieja.
–Y yo a viejo.
–Me gusta tu olor de viejo. Me acompaña.
Fotografía de Jorge Brivilati
–Como mis ronquidos –dejan que el silencio les acune los pensamientos durante un largo rato. Él prefiere callar pero sabe que su mujer no lo hará, que continuará masticando un dulce ayer como si fuera de chicle.
–Me has dado mucho placer, Gilberto.
–Nos lo hemos dado mutuamente.
–Durante años.
–Durante toda una vida.
Pasa un gato por la acera de enfrente, su silueta negra se recorta sobre el mar y ambos se quedan mirándolo, prefieren esperar a que se marche el intruso no sea que les oiga la conversación íntima.
–No hablábamos mucho pero nos hacíamos el amor –le recrimina ella.
–Sabes que soy hombre de pocas palabras.
–Nunca me dijiste que me querías –baja las manos dejando la labor sobre sus rodillas y lo mira con sus ojos velados–. ¿Por qué nunca me lo has dicho?
–No era necesario.
–¿Crees que no?
–No.
–Sí que lo era.
–No te lo he dicho con la voz, Pepa, pero te lo he tatuado con mi lengua sobre tu lengua cada vez que retozábamos juntos.
–Eso es cierto –ella suspira–. Has sido una bestia parda en la cama, Gilberto.
–Porque tú has sido una pantera fogosa que nunca me ha dicho que no.
Vuelven cada uno a sus recuerdos y se enfangan en ellos con deleite durante un rato. Sus vistas clavadas en el horizonte, sus cuerpos reposados y tranquilos. Pero a ella, cuando le da por hablar no hay quien la pare:
–Envejecer juntos…. Es una frase muy manida que parece que suena bien, pero desde esta perspectiva de los años ya no suena tan bien.
–Peor suena envejecer separados –de nuevo otro silencio que Pepa no rompe porque sabe de sobra que su esposo seguirá hablando–. O envejecer solos.
–Sí, eso es cierto –suspira de nuevo.
–¿Sabes qué, Pepa?
–¿Qué, Gilberto?
–Con tanto recuerdo se me ha despertado el percebe.
Una risilla juguetona sacude a la anciana. Ríe tapándose la mano con la boca como hacía de joven cada vez que las cosquillas se le instalaban entre las piernas.
No tienen que mirarse, ni que preguntarse. Ella deja las agujas de hacer punto a un lado y él se levanta despacio. Agarrándola de la mano, marchan sin prisa a la habitación.
Se desvisten despacio, se tocan con caricias lánguidas, se besan la piel arrugada con mesura, se miran por dentro y se sonríen con ese amor infinito que se ha cocinado a fuego lento durante miles de días. Esa tarde se aman con parsimonia y pasión contenida. Es curioso descubrir cómo cuando tenían todo el tiempo del mundo les acuciaba la prisa y, ahora que apenas les queda vida, nada les apresura.
La pasión de Gilberto continúa dura y enhiesta y la introduce en su esposa con lentitud, no sea que se les dañen los huesos en la batalla de viejas sábanas. Hacen el amor durante una hora y media, con templanza pero sin pausa, hasta que el placer les demuestra que hoy se aman como jamás se han amado. Se miran de frente mientras escuchaban cómo se aplacaba el ritmo de sus corazones cansados, más acelerados de lo conveniente a su edad.
En los ojos diminutos y casi ciegos de Pepa titila una pregunta que sus labios no se atreven a preguntar.
–Que sí, Pepa, que te amo. Te he amado siempre.
FIN
Si te ha gustado este cuento, puede que te guste TRAS LA ESTELA DE EROS.
04 viernes Jul 2014
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amor sucio, cuento erótico, Erótico, erotismo, literatura erótica, pornografía literaria, Realismo sucio, relato erótico
Relato by Marietta Muunlaw
Mi particular y humilde homenaje a Charles Bukowski y a su realismo sucio.
Retrato de Bukowski
Amalia era una puta que pasaba los cincuenta años y los noventa kilos. Menuda, oronda y algo marrana, ya apenas contaba con clientes y los que tenía le pagaban con botellas de whisky. Porque Amalia le daba a la bebida para que su mundo le fuera más confortable.
Aquella noche se había acabado la última gota de la última botella y creía que sería la última noche de su vida como no consiguiera bebida. Eran las dos de la madrugada y ya no había nada abierto y aunque lo hubiera, no le quedaba ni un duro.
Pintura de Lucian Freud
No estaba lo suficientemente borracha como para caer sobre el colchón y morir hasta el medio día y, lo que era peor, su mente aún era capaz de dictarle lo mal que le había ido en la vida. Se sentó frente al televisor y se engañó bebiendo vino barato de cartón, de ese que había quien no era capaz de usarlo ni para cocinar.
Llamaron a la puerta y, arrastrando los pies, fue a ver quien cojones era.
El del segundo b, un escritor borracho y drogadicto cuya vida iba aún peor que la suya.
–Mi querida Amalia, bella entre las bellas, vengo a comerte el coño –iba tan bebido que deformaba las últimas sílabas alargándolas.
–Lárgate Chinaski, ni en tus cuentos más guarros follabas hoy.
El escritor se había plantado frente a su puerta con una bata de invierno oscura, sucia y repleta de bolas; sin nada debajo. Era incapaz de mantenerse recto por la cantidad de alcohol que debía de correr por sus venas y se apoyaba en el quicio de la puerta para sostenerse. Venía descalzo y entre las abotonaduras de la bata sobresalía su endiablado percebe púrpura y palpitante pidiendo candela. Amalia lo miró de arriba abajo deteniendo sus ojos en aquel pollón que parecía avivarse con las borracheras. Pero aquella noche solo le apetecía beber, no follar, ni siquiera por caridad.
Ilustración de Andrés Casciani, inspirada en los escritos de Bukowski
–Venga, Amalia, sé que la has echado de menos –movió las caderas hacia los lados y la polla penduló triunfante, gorda, surcada por una vena negra a punto de reventar. Casi se cae al suelo, pero consiguió anclarse al marco de la puerta.
–No tengo el chocho para farolillos, Chinaski; vete de putas.
–Ni las putas me quieren, Amalia, eres la única princesa que me deja comerle el coño –como elemento triunfal sacó la otra mano que llevaba a la espalda y en la que llevaba una botella de whisky sin abrir, de las medio buenas. A Amalia se le abrieron mucho los ojos y un poco la entrepierna.
–Anda, pasa bribón, pero que conste que no me lavo el coño desde hace dos días y no voy a hacerlo ahora por ti.
–Bueno, yo no me lavo los dientes desde hace… ¿tres años? Puede que más… –sonrió enseñando una dentadura amarillenta y hedionda más digna de un cadáver que de un hombre vivo.
Amalia fue a la cocina y el invitado pudo contemplar la figura carnosa de su vecina embutida en un camisón de raso azul. Llevaba la redecilla de los rulos sobre la cabeza y sin saber porqué se le puso aún más dura. Ella se desplazaba por el pasillo arrastrando los pies y moviendo la grasa de su culo con pereza. Volvió con un par de vasos de duralex rayados donde sirvió el whisky caliente y ambos lo bebieron de un trago. Sirvió otros dos vasos que tragaron algo más despacio, sentados en los sofás hundidos y mugrientos, sin decirse nada.
Ilustración de Andrés Casciani inspirada en los escritos de Bukowski
Luego se fueron a la habitación y se tiraron a la cama deshecha de la que saltaron de mala gana un par de gatos romanos, tísicos y mugrientos . Chinaski le quitó las enormes bragas y le subió el camisón hasta el cuello. Le gustaban sus tetas inmensas y sebosas, aunque si hubiesen sido menudas le hubieran gustado igual. Mamó de ellas como si emanaran alcohol y después se bajó al coño. Tuvo que apartar con las manos la mata de pelo negro, fuerte y rizado que custodiaba aquel agujero del placer, pero, una vez encontrado, se deleitó en las mieles de Amalia, a la que, después de una rato, pareció empezar a gustarle. Cuanto más se mojaba la mujer más cachondo se ponía él, hasta que no pudo más y se la metió de golpe y hasta el fondo sin haberse quitado la bata. Pero por más larga y dura que la tuviese, el coño de Amalia era una cueva sin fin donde podía deleitarse el tiempo que quisiera y con la fuerza que quisiera.
Borrachos los dos, follaron como salvajes y se divirtieron como adolescentes. Entre orgasmo y orgasmo se servían más whisky hasta que cayeron, más ebrios que exhaustos, en un sueño pastoso y profundo.
Despertaron sobre las tres del medio día con truenos en la cabeza, la boca seca y la lengua de lija. Chinaski se puso la bata y se dispuso a marcharse.
–Anda borrachuzo –pidió quejosa Amalia– ponme otro vaso de whisky y méteme ese percebe endiablado que te cuelga entre las piernas una vez más, luego te largas y no vuelvas en tu puta vida.
Él sonrió, le sirvió un vaso que estaba en la mesilla y lo que quedaba en la botella se lo bebió a gallete y de un trago. Fue entrar en contacto el alcohol en su lengua y ponérsele más dura que un palo de escoba. Le abrió las piernas y acabó su tarea.
Sabía que estaba loca por él y que volvería a correrse entre sus carnes fláccidas las veces que quisiera. Solo tendría que llevar whisky.
Fotografía de Charles Bukowski
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¿Y qué tal si te erotizas con esto? Mucho sexo, ¿te atreves?:
02 viernes May 2014
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amor fugaz, cuento erótico, Erótico, erotismo, literatura erótica, relato erótico, sexo en playa, sexo mar
Relato erótico by Marietta Muunlaw
Pintura by Antonio Callau
Llevaba todo el verano cruzándome con ella. Cuando yo iba, ella volvía. Siempre era así. Daba igual a qué hora saliera; retrasara o adelantara el reloj me la cruzaba de frente.
Me gustaba correr, lo hacía por diversos motivos, el primero porque quemaba esa energía interna que bullía en mi interior y de la cual debía desprenderme al acabar el día si no quería que me burbujeara por dentro toda la noche; el segundo porque me relajaba y me hacía sentir bien, física y mentalmente; y el tercero por mera estética. Gracias a que salía a correr a diario tenía el cuerpo musculado y perfecto que tantos buenos ratos me había hecho disfrutar de la compañía femenina.
Tenía la inmensa suerte de vivir en una costa aún sin urbanizar del todo, a través de la cual discurría un camino de tierra, paralelo al mar, ideal para correr durante seis kilómetros rodeado de palmeras y playas vírgenes.
Ella también disfrutaba corriendo, se le notaba en la cara de concentración que ponía cada vez que me la cruzaba. La veía desde lejos, una figura esbelta de piernas largas y carne prieta, coronada con una cola de caballo rubia. Aunque lo había intentado, nunca podía evitar quedarme mirando el bamboleo rítmico e insinuante de sus grandes pechos, como bolsas de agua compactadas bajo un sujetador de deporte de los fuertes – pensé la primera vez. Solo cuando estábamos a menos de tres metros de distancia la miraba a los ojos, que eran del mismo color azul que la bahía al amanecer. Ella me devolvía esa mirada fugazmente, como un regalo, y yo siempre, siempre, me quedaba enganchado a ella.
Vestía mallas negras y cada día una camiseta de algún color llamativo: verde, azul, amarillo o naranja. Era demasiado guapa para soñar siquiera con ella, una diosa sudada que desbordaba erotismo y sensualidad a cada zancada que daban sus delicados pies. Desde lejos parecía como si se desplazase flotando, como si sus zapatillas de deporte no llegaran a tocar realmente el suelo de arena roja.
Durante el verano era normal encontrarse a diario con varias personas haciendo footing por esa zona, pero aquel día era ya mediados de septiembre y los únicos veraneantes que quedaban eran los de la tercera edad y ellos no solían llegar tan lejos caminando.
En mi intento de superación personal había estado forzando demasiado a mi cuerpo y esa tarde me dio una pájara. No pude seguir y tuve que parar. Sabía que me enfriaría si me sentaba pero la tarde llegaba al ocaso y el mar se lucía tranquilo y naranja. No pude evitar sentarme en la playa, apoyado en el tronco de una palmera de dimensiones escalofriantes, descalzarme e introducir los pies y las manos en la arena aún tibia. Miré al horizonte extasiado, respiré la suave brisa que ya traía un ligero matiz oloroso a otoño cálido y escuché con deleite las olas apagadas que lamían perezosas la arena amarilla de la playa.
La luz se fue apagando y yo seguía sin ánimo de levantarme, suspendido entre tanta belleza. No sabía que lo mejor de aquel día, que ya moría, estaba a punto de suceder.
A apenas unos diez metros llegó ella, se descalzó y, después de unos breves estiramientos y unas respiraciones profundas cara al mar, comenzó a desprenderse con lentitud casi mística de la ropa que la cubría. Sus movimientos eran concatenados y fluidos, como si para algo tan cotidiano como desnudarse estuviera realizando una hermosa danza ritual; era su forma natural de moverse por el mundo.
No pondría una mano en el fuego pero estoy casi seguro de que no me había visto, no en ese momento.
Se aproximó despacio a la orilla, totalmente desnuda y, sin detenerse ni un instante a comprobar si el agua estaba fría, introdujo su cuerpo de deidad mística en un Mediterráneo encantado de engullir a semejante beldad. Nadó con brazadas lentas y cuando se zambulló, su culito apretado y perfecto se fundió por unos instantes con los últimos rayos de sol sobre el horizonte.
Me levanté rápido ante lo que creí que era una alucinación, recriminándome a mí mismo el disfrute que me provocaba aquella mágica visión y dispuesto a largarme para no verme envuelto en la agonía de seguir mirando lo que no podía tocar.
Fue cuando creo que me vio realmente, clavó sus ojos azules, refulgentes, en mí y yo me quedé de piedra. Del agua sobresalía tan solo su cabeza, sus hombros y unos pechos flotantes como boyas, cuyos pezones endurecidos también me miraban fijamente.
Cierto que no escuché voz alguna, pero sus ojos me ordenaron un VEN escueto que no admitía un no por respuesta, justo antes de desaparecer bajo la superficie. Jugueteó bajo el agua como los delfines hacen en las playas solitarias en invierno, saliendo y entrando del agua con pequeñas cabriolas de ángulos curvos. Sin duda me incitó a sumergirme en su juego y no fue difícil convencerme dado mi interés por sumergirme yo en ella.
Me desprendí con torpeza de mi ropa deportiva y entré en el agua fresca con mi cuerpo hirviendo pero ella no estaba. La busqué con la mirada pero el mar la había engullido. Iba a sumergirme para buscarla temiéndome lo peor cuando unos brazos delgados rodearon desde atrás mi torso en un abrazo firme. Pegó a mi espalda sus maravillosos pechos que se aplastaron contra mi musculatura mientras que sus pezones duros se me clavaban insinuantes en la piel. Sus piernas también me rodearon la cintura y entre mis nalgas sentí el calor chispeante de su intimidad más fogosa. Me mordió el hombro sin piedad y sin permiso manoseo mis pectorales y abdominales, duros como todo mi ser en aquel momento.
Hincó sus uñas en mi carne y sus dientes mordieron mi cuello hasta el punto que creí que me haría sangrar. Yo quería tocarla pero se había agarrado a mi con la fuerza de un parásito que me inoculaba un deseo irrefrenable de ella.
Me lamió la oreja con intensidad y puede escuchar en mi oído interno sus jadeos de animal fogoso…
…
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¡Ya a la venta! ¡¡QUIERO LEERLO!!
30 domingo Mar 2014
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amor fugaz, cuento erótico, Erótico, erotismo, lectura erótica, literatura erótica, onanismo, relato erótico, romance
La sensual Janet Leigh en Sed de mal (Orson Welles, 1958).
Sonó el teléfono y, aunque estaba acostumbrada a llamadas de todo tipo, aquel día era tarde y me cogiste con la guardia baja. No te conocía, jamás había hablado contigo ni tan siquiera sabía tu nombre.
Pero la magia de tu voz me rodeó como halo de sensualidad difuminada y yo me quedé dentro, esperando deshacerme en aquella penumbra que me hizo temblar. Tu voz era profunda y ardiente; era, grave, sonora… cálida y embriagadora; penetrante como el rugir de trueno lejano, que se escucha bajo el confort de las mantas en una noche de tormenta.
No supe muy bien qué decir, solo sabía que no quería que dejaras de susurrarme al oído, de acariciarme la oreja con tu aliento húmedo, de meterte dentro de mi por el conducto auditivo. Continuaste hablando. No te entendía, solo escuchaba el torrente de agua tibia que salía de tu garganta como oleaje sereno. Seguías diciéndome algo, ¿qué más daba mientras continuara el hechizo?, mis sentidos estaban atentos a todas las sensaciones físicas que me causaba tu conversación insaciable.
Sin ser muy consciente de ello, una de mis manos se deslizó bajo la falda y…
…
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16 domingo Mar 2014
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amor, amor fugaz, cuento erótico, encuentro casual, Erótico, erotismo, lectura erótica, literatura erótica, relato erótico, sexo en tren
Siempre me ha gustado el traqueteo del tren. Ese movimiento rítmico que se mete en el cuerpo y te acuna desde dentro. Me encanta apoyar la cabeza en la ventana y ver el mundo pasar, como si fuera el resto lo que se mueve, mientras tú permaneces inmóvil. Cuando viajo – especialmente en tren – mi mente también se desplaza para mostrarme nuevas historias que escribir.
Ese día se me mostró una muy clara y, por supuesto, me mojé. Había visto a un muchacho, bastante más joven que yo, esperando frente a mi a que llegara el tren. Era alto y fuerte, tenía pinta de deportista de gimnasio. Vestía de gris, ropas cómodas de algodón, y escuchaba música. Me miraba de reojo. Yo leía haciendo caso omiso, pero su boca de princesa de cuento, sonrosada, brillante y ávida, me llamó la atención.
Lo desnudé con la imaginación y pensé en lo mucho que podría enseñarle a ese yogurin, potente y sediento de sexo, las delicias que había aprendido en mis viajes exóticos. Puedo oler la testosterona a kilómetros y ese chico la destilaba.
Allí, apoyada en la ventana del vagón cuatro, mi mente volvió a su cuerpo, a desnudarlo con parsimonia, a recorrer con mis manos blancas la musculatura de su espalda; con mi lengua su oreja; con mis labios su príapo duro como madera joven. Mi imaginación se quedó allí, arrodillada frente a él, agarrando con las uñas su trasero y apretándolo como masa compacta, atrayendo hacia la profundidad de mi boca su carne endurecida. Succioné con fuerza, él se dejaba hacer – faltaría más, era mi ensoñación, – y se lamía los labios mientras sus ojos se cerraban mostrándome un gesto de placer absoluto.
Cuando noté que me estallaría paré, pretendía torturarlo, dejarle indefenso ante el placer inminente que no llegaría, no en ese momento. Pero no soy tan mala. Lo senté de un empujón en el asiento del tren. Me subí la falda hasta la las caderas y me desprendí del tanga negro, apenas una tira de tela y caro encaje.
Me senté sobre él dándole la espalda. Él introdujo sus manos grandes, de dedos gruesos bajo mi blusa y me acarició los pechos abundantes y pesados. Me pellizcó los pezones mientras restregaba mis pétalos húmedos contra la longitud de su tallo sin tenerlo aún dentro.
Sus manos abandonaron el escote y marcharon a la cintura, en la que se agarraron fuerte para elevarme como si no pesara nada. Con gran maestría me volvió a bajar sobre sí, encajando a la perfección su erección con mi hueco de los deseos. Me dejó caer y la gravedad hizo el resto. Un frenesí loco se apoderó de mí, que empecé a saltar sin mesura ni prudencia, sobre su órgano más potente. Gemíamos y de su boca emanaba un resuello cálido que me acariciaba el cuello cada vez que la penetración llegaba a su punto álgido.
Yo saltaba como poseída contra él y…
…
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07 viernes Mar 2014
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Relato de @rgiskard1
Es de noche. Hace rato que la luz del sol nos abandonó y fue sustituida por esa oscuridad de la que somos cómplices, tan solo rota por el centelleo de unas velas que reflejan las sombras de tu figura, danzando en la pared de la habitación.
Hace un momento que dejaste deslizar tus ropas por tu cuerpo, cadenciosamente. Sin aspavientos. Te deleitabas mirando la lujuria reflejada en mis ojos, creciente a medida que desaparecía la tela que te cubría.
“Mira y no te muevas”.- me habías dicho. Y yo, obediente, permanecía inmóvil, notando cómo la excitación se iba apoderando de mi por momentos.
«De carne y sexo» pintura del chileno Christian Zamora Rojas
Te acercas despacio y te sientas sobre mis piernas. La tela del pantalón no impide que note tu incipiente humedad, y disimula de mala manera la erección que oculta. Cruzas los brazos alrededor de mi cuello y me susurras al oído “No me toques todavía”. Comienzas a besarme. Con besos cortos al principio. Besos livianos, casi frágiles, que me permiten degustar el sabor y el tacto de tus labios.
Mis manos permanecen estáticas, pero en estado de excitación. Tus pechos se pegan a los míos, permitiéndome gozar de su consistencia y tacto.
Los besos han traspasado la barrera de las bocas, y nuestras lenguas se enredan y desenredan en un bucle, alternándose con pequeños mordiscos y aprisionamiento de labios.
Haces resbalar tus brazos, hasta alcanzar mis manos y las llevas hacia tus nalgas. Las aprietas por encima y respondo agarrando tu culo.
Arqueas la cabeza, al tiempo que te aproximas más a mi, notando la verga que esconde el pantalón. Te mueves ligeramente a su alrededor, cuando mi boca se apodera de tu cuello y lo besa con lascivia y pasión.
Sujetas mi cabeza mientras vuelves a besar mi boca. Mis manos ascienden por tu cintura, con los pulgares hacia dentro, hasta llegar a la altura de tus senos. Juego a la vez con ellos y con tu espalda, gozando de la tersura de tu piel. Tus pezones se han endurecido al contacto con la yema del dedo, que los presiona y mueve en círculos.
Comienzas a desabrocharme la camisa. Tienes paciencia y te lo tomas con calma, dejando resbalar tus dedos por el vello corporal. Retiras la tela parcialmente, aprisionándome los brazos y limitando mis movimientos. Mis manos se sienten huérfanas de ti cuando desplazas tu lengua por mi cuello. Quisiera atraerte y abrazarte fuerte, pero no puedo si no ansiarte y gemir, hasta que, finalmente, me liberas de esa prisión, quintándome toda la camisa.
Te atrapo y vuelvo a besarte. Con una mano sujeto tu nuca. Con la otra acaricio, estrujo y aprisiono tu trasero. Notas mis dedos, buscando todo tipo de contacto. Moviéndose indistintamente por las nalgas, la espalda y los muslos.
Te desligas de mi beso, y buscas el cierre del pantalón. Bajas la cremallera y liberas mi falo, envolviéndolo con tus manos, que inician un suave movimiento longitudinal y ascendente.
Nos incorporamos y, como puedo, termino de desnudarme. Alejo tus manos del miembro y me arrodillo, dejando tu sexo sin protección frente a mi.
Comienzo a besar el pubis. Mis manos se pierden a tu espalda, atrayéndote. Mis primeros besos te hacen dar un respingo y separas tus piernas, permitiéndome avanzar. Mi lengua se desliza con gula, buscando tu clítoris, y paladeando el sabor de tu excitación.
Dejas la timidez a un lado y apoyas una pierna en la silla, dándome pleno acceso. Tus dedos se enroscan en mi pelo, masajeándolo y apretándome.
Juego con todo. Mis labios y mi lengua no dejan rincón sin explorar, a la vez que mis manos te magrean a discreción.
Se te acelera el pulso. Aumentan los gemidos. Tus caderas se mueven al ritmo que marca mi boca y tus manos aprisionan mi cabeza, hasta que finalmente explotas en un orgasmo embriagador. El olor de la cera de las velas, se mezcla con el aroma de tu placer.
Te recojo en brazos, y te tumbo sobre la cama, con las piernas sobresaliendo del colchón y alrededor de las mías. Te como con la vista, mientras permanezco de pie mostrándote toda mi masculinidad. “Follame” – me dices mientras tu mirada me reta.
Entro en tu interior sin resistencia, y comienzo a moverme con ansia. Te deseo tanto y me he calentado hasta tal punto, que la pasión es irracional. Una de mis manos se dedica a tus senos. La otra eleva una pierna, incrementando la superficie de contacto, mientras mi pelvis se balancea acercándome y alejándome una y otra vez.
Aprietas tu interior, y noto como mi placer va en aumento. “Para”.- gimo.- “Aún no”, pero tú no haces caso de mis súplicas y te enroscas, y aprietas y me ofreces la boca, incorporándote, hasta que no aguanto más y me derramo en tu interior.
Permanecemos así, segundos que parecen horas y minutos que son años. Todavía dentro tuya, rodamos y quedamos en paralelo, disfrutando de los últimos estertores fálicos.
Nos besamos y nos acariciamos con ternura. Durante un largo rato el único lenguaje que se escucha es el de nuestros ojos. Y el silencio solo se rompe cuando una voz dice “¿Repetimos?”
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22 miércoles Ene 2014
Posted Cuento Erótico, Novela erótica, Relato erótico
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69, cuento erótico, Erótico, erotismo, lectura erótica, libro erótico, literatura erótica, novela erótica, porno, pornografía literaria, relato erótico, sexo oral
“Uno más uno es 69″ (Raymon Quereau, escritor surrealista francés.)
Volví a despertarme, esta vez no fue el sol, sino una oleada de placer sosegado que partía de las caricias que Pedro, muy laboriosamente, me hacía con la lengua en el pubis.
Era realmente impresionante la cantidad de matices del placer que Pedro era capaz de arrancarme. En mi duermevela, dejé que siguiera con sus caricias íntimas hasta que el corazón se me desbocó y la sangre se me envenenó de ansia de él. Le aparté de mi y le arranqué los calzones. Para entonces su polla era como un calabacín fresco, enhiesta y dura, terriblemente apetecible.
Me coloqué al revés sobre él, de rodillas; de forma que él quedó acostado bocarriba con la cabeza entre mis piernas y yo, desde esa postura, pude introducir todo su miembro en mi boca y chuparlo a placer, de arriba a abajo, mientras él seguía paladeándome con labios y lengua.
Me gustaba, me gustaba muchísimo y sabía que a él también. Cada vez que su lengua recorría mi clítoris, una descarga de energía placentera circulaba por mi piel hasta instalarse en mis pezones y electrificarlos. Cuanto más me excitaba, más ganas de succionarle la verga me entraban y más rápido lo hacía; de tal forma que él iba soltado gemidos cálidos que yo sentía en el chocho y así el círculo vicioso se iba acelerando. Cada vez más excitados, nos comimos el uno al otro sin educación ni decoro. Pusimos en el plato manos, lengua y ruido.
Nuestras energías se fundieron tomando fuerza. La polla de Pedro se estaba poniendo tan dura que las venas se le marcaron de arriba a abajo. La mera idea de que me estallara en la boca me desquició; yo misma iba a explotarle a él en la cara.
Y así fue como mis convulsiones internas se tradujeron en las suyas externas. Mientras él paladeaba todo el placer que yo iba destilando, a mi se me llenaba la boca de su más íntima viscosidad, que tragaba y tragaba sin apenas dar abasto. Nos bebimos a sorbos de gozo, el uno al otro, sin tregua, sin descanso. Nos sorbimos el amor que nos sobraba para volver a reciclarlo en nuestros corazones.
Caímos rendidos el uno junto al otro. A veces creía que los excesos de temperatura a los que mi cuerpo se veía sometido por causa de Pedro no podían ser beneficiosos. Pero después me decía que mi cuerpo era fuerte y saludable y que podía aguantar tantos encuentros con Pedro como el suyo aguantara con el mío.
Fragmento del libro CAPRICHO DE PELO ROJO de Marietta Muunlaw que puedes adquirir aquí.
10 viernes Ene 2014
Posted Cuento Erótico, Relato erótico
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Relato erótico de Marietta Muunlaw.
(Va por ti, primo.)
Todos me decían que era una niña y por edad realmente lo era, pero yo me sentía una mujer. Mientras mis amigas de clase jugaban con muñecas y dormían con peluches, yo miraba a los hombres y soñaba que me arrullaban en sus brazos.
Por supuesto que no sabía nada de sexo, pero comenzaba a interesarme.
Por aquel entonces, mi primo, que me llevaba tres años, era mi mejor compañía, mucho más que la de mis hermanos. Congeniábamos y nos llevábamos bien. Además, vivía dos casas más allá y solíamos ir juntos al colegio y jugar en la calle.
Una soporífera tarde de aburrimiento decidí ir a buscarlo a su casa. Estaba solo viendo algo en la tele.
– ¿Qué estabas viendo? – le pregunté curiosa.
– Nada, una peli – contestó evasivo.
– ¿Qué peli? – insistí.
– Nada que pueda interesarte, cosas de chicos.
– Si es de chicos seguro que me interesa.
Conseguí engañarle y quitarle el mando del vídeo. Puse la película y logré entender que no quisiera contármelo. Estaba viendo una película porno, algo que yo ni siquiera sabía que existía. Me quedé con la boca abierta, llena de expectación ante las imágenes obscenas y adictivas que mostraba la pantalla.
– Haaaala – exclamé – déjame que la vea contigo.
– Mmmm – dudó, pero sabía lo testaruda que era – Bueno, vale, pero de esto ni una palabra a nadie ¿me entiendes? A nadie.
– Qué sí jolín, entiendo.
Yo por entonces creía que hacer el amor era meterse un hombre y una mujer entre las sábanas, restregarse y darse unos cuantos besitos, pero aquella película me abrió los ojos a un mundo apasionante.
En la tele se mostraba cómo la mujer le comía un pene descomunal a un hombre totalmente depilado. Me moría de la curiosidad y, como teníamos confianza, quise saciar mi curiosidad haciéndole preguntas a mi primo.
– Oye ¿tú la tienes así?
– ¿Así cómo?
– Así de grande y de pelada.
– ¡Qué va! Los actores porno siempre tienen una polla gigante, los tíos normales la tenemos más… normal. Además, a mi aún me tiene que crecer. Y pelada… no, pero tampoco tengo mucho pelo ahí, todavía.
– Oh ¿y qué le va a hacer ahora él?
– Le va a comer el conejo, a las tías parece que les gusta mucho, o eso parece en las pelis ¿Ves? Mira qué cara pone y cómo gime.
– Me están entrando cosquillas ahí – reconocí abiertamente con toda mi inocencia.
– Sí, a mi también – contestó él, también inocente.
– ¿Y ahora? ¿Qué hacen? – no me podía creer que lo que sucedía en la pantalla. El hombre metió su polla en el conejo de ella, era algo… totalmente nuevo para mi.
– Pues están follando, haciendo el amor, eso es lo que hacen los mayores por las noches.
– ¡Qué fuerte! ¿No?
– Les gusta mucho, debe estar guay.
– Sí, debe ser muy chulo. ¿Tú has hecho eso? – me parecía que sabía demasiado del tema.
– ¡Qué va! ¿Cómo voy a follar yo a mi edad? Eso es cosa de mayores, lo que pasa es que he visto la peli varias veces. Se la pillé a mi hermano, pero no digas nada ¿eh?
– Que noooo, pesado.
Me estaban entrando unas cosquillas tremendas entre las piernas, era algo radicalmente nuevo. Me dieron ganas de tocarme, pero me contuve. En el fondo deseaba ser yo la mujer de la pantalla, notar cómo me penetraba una polla así de grande y poner las mismas caras de placer que ponía la tipa. Fue cuando se me ocurrió la idea. Lo miré con mi cara de inventar trastadas y se lo pregunté.
– Oye ¿y si probamos nosotros?
– ¿Hacer… eso?
– Sí, no sé, por ver como es.
Vi cómo su cara se desfiguraba un poco, creo que se debatía entre si decirme que sí o que no. Estaba tanteando dentro de su mente si aquello estaba bien o mal. Le di otro empujoncito.
– Si no nos gusta a alguno de los dos pues lo dejamos y ya está. Parece que a esos de la peli les está molando un montón – le dije persuasiva.
– No sé tía, es que igual no está bien.
– ¿Qué hay de malo?
– Es que en mi clase no lo ha hecho nadie aún.
– Es que no tenemos que decírselo a nadie.
En ese momento de la película, el hombre penetraba con ansia a la mujer y las caras de ambos eran todo un poema de placer. A los primeros planos de las caras se le iban intercalando planos cortos de la penetración en sí: la polla saliendo y entrando del chocho mojado, así como el movimiento bamboleante de las tetas de ella con cada envestida.
Mi primo miraba la tele, luego a mi. Tiempo después supe que estaba casi tan excitado o más que yo.
– Venga vale, vamos a probar, pero si te hago daño paramos.
– Ok, o si te hago daño yo a ti.
Me quité las braguitas y me subí la falda del uniforme del colegio, dejando entrever mi pubis de bello incipiente. Él se quitó los pantalones y los calzoncillos y pude contemplar, por primera vez…
Puedes leer este relato completo en TRAS LA ESTELA DE EROS. Una recopilación de mis relatos más eróticos y sensuales que te hará palpitar.
26 jueves Dic 2013
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Volví con el postre y ya no estaba. Escuché un leve acorde que procedía de la habitación del fondo; ese cuarto lleno de trastos, libros y cables donde componía, estudiaba y hacía mi vida en realidad.
Se encontraba sentada en el sofá destartalado que estaba situado bajo la ventana, ese del que había despertado una y mil veces después de una madrugada de intensa creatividad.
Se había desnudado por completo y, con mi guitarra sobre sus rodillas, apoyaba su linda carita de niña revoltosa en su caja de resonancia, como con sueño. La luz de la luna se colaba caprichosa, tamizada por la cortina, e iluminaba su piel blanca de algodón virgen, así como la piel de miel densa del instrumento.
Sus ojos de hielo frío, de un azul de fuego fátuo, evanescentes, me atraparon desde la penumbra.
– Tócala – dijo y su voz, no sonó a su voz, sino a la mía, la que uso para hablarme a mi mismo a diario.
Tócala – repetí mentalmente y no supe responderme a mi mismo si se refería a mi guitarra, como tantas y tantas noches, o a ella.
Ese día perdía el instrumento. Acaricié despacio el contorno suave de la madera fría de la guitarra, pero la miraba a ella y ella me miraba a mi y el deseo le bullía en los ojos. Se le escapó un suspiro apenas imperceptible. Yo notaba el calor tibio de su cuerpo y el sutil aroma que desprendía.
– Tócala – volvió a decir – yo no sé.
Y me seguía pareciendo que se refería a ella misma, pero no, hablaba de la guitarra. Me situé tras ella, y abrazando a ambas, agarré el mástil y las cuerdas. Con mi pecho aprisionando su espalda desnuda, apoyé la barbilla en su hombro y arranqué al instrumento una melodía lenta y sugerente. La música hizo vibrar la caja de resonancia y el cuerpo de ella, como si fueran uno, como si se hubieran fundido.
No supe qué era madera y qué era piel. No supe de quién surgía la música, si de ella o del instrumento. No supe a quién le haría el amor esa noche, si a la chica o a la guitarra.
Me dejé llevar por la magia de la melodía, del vino, de la oscuridad, de su aroma… y toqué lo que ya hoy ni me acuerdo que toqué. Solo sé que un mechón de su pelo dorado me rozaba la mejilla y que su cuello me estaba invitando a una mordida intensa. Sin dejar de hacer la música acerqué mis labios a su hombro y lo lamí como si fuera un manantial de aguamiel. Ella suspiró y se retorció bajo mi abrazo. Deslicé mi boca hasta su cuello dejando un rastro de saliva que me olía a promesa. Mis labios ardientes se encontraron con los suyos, que hervían, si cabe, aún más que los míos. Nos dimos un beso denso y eterno de lenguas perezosas y dientes ansiosos. Mis manos seguían desgarrando las cuerdas en una melodía con sentido, lo sé porque escuchaba la música, pero mi mente andaba perdida, deambulando en la magia de su aliento.
Aliento que me tragaba a borbotones cuando no le insuflaba yo el mío. Sus manos delicadas de dedos finos pero firmes, fueron subiendo hasta mi entrepierna, fue cuando las mías se quedaron mudas. Le fui infiel a mi guitarra, sabía que eso sucedería desde el momento en el que entré en aquella habitación de hechizos contenidos. La dejé en el suelo.
Sin dejar de besar a la beldad de cuello sugerente, deslicé mi mano desde su vientre hasta su secreto húmedo de sal y limón y lo encontré derritiéndose de placer. Gimió, esta vez más fuerte, y se retorció sobre sí misma como una gatita que ronronea.
Pero no era una gata el monstruo que albergaba en su interior, llevaba en el cuerpo una verdadera pantera, ardiente y fogosa, que casi me devora sin dejar de mi más que el dolor del recuerdo de esa noche tan especial.
Se volvió clavándome sus zarpas y me obligó a tumbarme en el sofá, donde me abrió la camisa de un desgarro que hizo saltar los botones. Me bajó los pantalones y así, ella desnuda por completo y yo medio vestido, me cabalgó como la amazona incansable que era, mientras bebía de mi saliva y me mordía los labios.
Cuanto más se movía, menos hálito me quedaba y más intenso era el placer que me proporcionaba. Empecé a temer por mi agitado corazón, pero pronto entendí que se estaba desbocando para deshacerse de las penas acumuladas durante años.
Mis ojos no se podían desprender de su mirada hipnótica de bruja de las cavernas, esa muchacha no podía ser real y, si lo era, no podía ser de este mundo.
Pensaba esto y su rostro es desfiguró en una mueca extraña y en un abrir de boca desproporcionado. No gritó, lo suyo eran aullidos locos de placer profundo. Un placer que parecía proceder de las mismísimas entrañas de su tierra húmeda.
Pero no se detuvo, en lugar de eso, continuó bailando conmigo dentro, a un ritmo más exacerbado. Y el ritmo de su caja de resonancia me arrancó a mi mismo tremendos espasmos de deleite, que dispararon al interior de su carne latente. Me vertí en su interior y me perdí para siempre.
Fui incapaz de olvidarla. Cada vez que toco la guitarra mis manos recuerdan sus contornos. A veces pienso que toda la música que creo desde aquella noche, es solo para ella.